Este pueblo está hecho una porquería

Recientemente, he leído numerosos artículos acerca de nuestra congestionada Bogotá. Esto ha despertado un debate interior en mi, ¿estoy mamado de Bogotá o no? Hasta hace muy poco, no había podido tomar un lado en este argumento.

En el día a día, un rolo puede vivir muchas cosas. Puede ver muchas cosas repugnantes o asquerosas. Puede encontrarse con personas desagradables o inmamables. Puede ir caminando por la calle y toparse con un hombre bajo, con apariencia de “barrista”, y empezar a caminar más rápido por sentir temor a ser atracado. Puede ir caminando por la carrera 11, sin darse cuenta, ir por encima de la ciclo ruta, y de pronto ser empujado por un ciclista que viene chiflando desde la calle anterior. Puede ir a tomarse un café después de almuerzo, cuando dos jóvenes pasan por su lado, muy “avispas” a no encontrarse con policías, descogollando, o incluso fumando, su marihuana. Personas corriendo y empujando por la estación de transmilenio porque quieren llegar pronto a sus casas a estar con sus familias. Los trancones eternos con los que tenemos que lidiar por lo menos dos veces al día… En fin, todos tenemos clara la realidad que tenemos que vivir todos los días. 

Personalmente he visto cosas que me hacen pensar que, !el pueblo de Bogotá está hecho una porquería! Hace unos días me encontraba radicando unos papeles en Colpensiones, a petición de mi madre, y vi cosas que, aunque seguramente ya había visto, no recordaba muy bien y que causaron en mi cierta preocupación. 

Mientras hacía la fila, que además fue eterna, llegó una señora de aproximadamente unos 50 años, acompañada de su hijo que parecía de tan solo unos 12 años. La mamá le pidió a el niño que se pusiera detrás mío e hiciera la fila, y que no se dejara quitar el puesto de absolutamente nadie. Lo primero que pensé fue que la señora tenía algo que hacer. Se imaginarán mi sorpresa cuando ella tranquilamente fue y se sentó a esperar, y se paró solamente cuando ya iba a ser su turno. 

Por el otro lado, el niño, que venía comiendo un paquete de crispetas con dulce, también se sentó. Cada vez que la fila se movía, el joven se arrastraba e iba dejando un camino de boronas. Numerosas veces el niño pateó a el señor que estaba detrás de el. Ni siquiera se dio cuenta y mucho menos le pidió perdón. Además de grosero, salió inquieto. Desde el suelo decidió colgarse de los separadores, tumbándolos múltiples veces hasta que el celador por fin le puso el tatequieto. Lo más repugnante de esta pequeña anécdota, es que cuando al niño se le caía una de sus crispetas, este lo recogía del pulcro suelo y se lo comía con sus manos. 

Además de todo esto, apenas comencé a hacer la fila, la señora que iba adelante mío me pidió el favor que le guardara el puesto, y salió del edificio. La descarada, a quien todos los que hacíamos la fila vimos asomarse muchas veces mientras se fumaba unos cigarrillos, entró nada más y nada menos que justo cuando yo me encontraba de primero en la fila. Sorprendentemente, la primera en alzar la voz y quejarse ante este hecho atrevido, fue la mamá del niño. No obstante, el resto de la gente se unió inmediatamente. Unidos como una sociedad, fuimos capaces de actuar frente a la señora y la obligamos a volver a hacer la fila, la cual ya era un poco más larga. 

A pesar de todo, yo no estoy mamado de Bogotá. Todas las ciudades en el mundo tienen problemas, unas más que otros, pero ninguna es perfecta. ¿O acaso en Nueva York no hay inmensos trancones, aun más grandes, que los de Bogotá? La diferencia, es que los “newyorquinos” respetan sus leyes de tránsito, por eso fluye más el tráfico de carros.

Lo que determina una sociedad son sus habitantes. Por lo tanto aquel que dice que está mamado de nuestra hermosa ciudad, está diciendo que está mamado de los bogotanos.